Volvió a casa del cuartel semanas antes de lo previsto y encontró a su hija de nueve años sangrando en el suelo: la decisión que tomó en ese instante cambió sus vidas para siempre.
Las manos de Sofía temblaban mientras frotaba el suelo de la cocina. Sus pequeños nudillos estaban en carne viva, manchados de un rojo que se mezclaba con la suciedad y el agua jabonosa. Con solo nueve años, Sofía García se había convertido en poco más que una sirvienta en su propio hogar. Su madrastra, Marta, se cernía sobre ella, con los brazos cruzados y una voz tan afilada como un cristal roto.
—¡Más rápido! Y que no se te ocurra dejar ni una sola mancha —espetó Marta, fulminando con la mirada a la niña arrodillada.
A Sofía le costaba respirar. Su cuerpo, frágil y agotado tras días de tareas interminables, apenas le respondía. La habían obligado a lavar la ropa a mano hasta que sus dedos se arrugaron como pasas, a fregar suelos, limpiar baños y preparar comidas en ollas demasiado pesadas para sus pequeños brazos. El esfuerzo era inhumano, una tortura silenciosa que se repetía cada día desde que su padre se había ido.
Esa tarde, su cuerpo dijo basta. Se desplomó sobre las baldosas mojadas, demasiado débil para moverse. Sus palmas dejaron leves manchas de sangre sobre el suelo que intentaba limpiar con tanto ahínco. El mundo empezó a girar, los contornos de la cocina se volvieron borrosos y un zumbido le llenó los oídos.
Los ojos de Marta se entrecerraron con desprecio. —¿Ahora te vas a hacer la muerta? ¡Levanta ahora mismo! —ladró, dando una patada al cubo de agua que salpicó a la niña. Pero Sofía no se movió. Su delgado cuerpo temblaba, consumido por la fiebre y el agotamiento extremo.
Justo en ese preciso instante, el sonido de una llave girando en la cerradura principal resonó por toda la casa. Unas botas pesadas pisaron el recibidor. Era el Capitán Javier García, el padre de Sofía, que regresaba de su misión militar varias semanas antes de lo previsto. Dejó caer su bolsa de lona al suelo con un ruido sordo al contemplar la escena que tenía delante.
Su pequeña, su Sofía, yacía en el suelo de la cocina, pálida, con las manos ensangrentadas y luchando por respirar.
—¡¿QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ?! —rugió Javier, su voz haciendo temblar las paredes. Sus ojos, acostumbrados a la disciplina y al combate, se clavaron primero en su hija inconsciente y luego en la mujer que se suponía que debía cuidarla.
Marta se quedó helada, completamente sorprendida. Su rostro palideció y balbuceó: —Yo… ella… es que se ha caído, estaba…
—¡Ni se te ocurra mentirme! —tronó Javier, corriendo para recoger a Sofía en sus brazos. Su corazón martilleaba en su pecho al sentir el calor abrasador de la fiebre de la niña. Era ligera, demasiado ligera.
Sofía se removió débilmente entre sus brazos, susurrando con un hilo de voz: —Papá… —antes de que su cabeza cayera lánguidamente contra su hombro.
Esa única palabra prendió una furia helada dentro de Javier. Su instinto protector, afilado por años de servicio, se apoderó de él. Miró a Marta con una rabia que ella nunca había visto. El soldado uniformado que había enfrentado batallas en el extranjero se encontraba ahora en la guerra más personal de su vida: proteger a su hija de la crueldad que se había instalado en su propio hogar.
Y allí, en esa cocina, con su hija malherida en brazos, Javier tomó una decisión que lo cambiaría todo para siempre.
Sin perder un segundo, Javier corrió con Sofía al hospital más cercano, negándose a soltar su pequeña mano durante todo el trayecto en coche. Al llegar, médicos y enfermeras los rodearon de inmediato, llevándosela a urgencias. Javier se quedó fuera, en el pasillo aséptico, caminando de un lado a otro como una tormenta contenida entre cuatro paredes. Cada tic-tac del reloj de la pared era una tortura.
Los minutos se convirtieron en una eternidad. Cuando por fin salió un médico, Javier casi se abalanzó sobre él.
—Está severamente deshidratada, sufre de malnutrición y agotamiento extremo —explicó el doctor con un tono grave y profesional—. Parece que ha sido sometida a un esfuerzo físico excesivo. Sus manos tienen contusiones y heridas, pero por suerte no hay daños permanentes si recibe el cuidado adecuado a partir de ahora. Lo que más nos preocupa es el trauma emocional. ¿Esta niña ha sufrido algún tipo de negligencia o abuso?
La pregunta golpeó a Javier como un puñetazo en el estómago. Apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Su mente reproducía en bucle la imagen de Sofía desplomándose, la piel en carne viva de sus manos y el terror silencioso en su mirada.
—Sí —dijo Javier, con la voz grave pero firme—. Y voy a asegurarme de que no vuelva a ocurrir nunca más.
Cuando regresó a casa esa noche, Marta lo esperaba de brazos cruzados, intentando mantener una fachada de autoridad que ya no poseía. —No lo entiendes —dijo rápidamente—. Es una vaga. Necesitaba disciplina. Solo intentaba enseñarle a ser responsable.
La mandíbula de Javier se tensó hasta el punto de doler. —¿Disciplina? Eso se llama maltrato. ¡Tiene nueve años, Marta! ¡Nueve! —su voz se elevó como un trueno—. La has forzado hasta el punto de hacerla sangrar y desmayarse. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?