Noticias

¡EL HIJO DEL MILLONARIO SE AHOGABA… SOLO LA FAXINEIRA POBRE SE ATREVIÓ A SALVARLO!

Socorro, Diego se está ahogando. El grito desesperado de terror atravesó como un cuchillo el aire del exclusivo club náutico San Patricio. La tormenta había llegado sin avisar esa tarde de viernes, convirtiendo la elegante piscina Infinity en una trampa mortal.

Los rayos iluminaban el cielo oscuro mientras el viento feroz sacudía las palmeras del lujoso complejo. Diego Mendoza, de apenas 7 años, había resbalado en el borde mojado de la piscina y ahora luchaba desesperadamente contra las olas artificiales que el sistema automático seguía generando sin piedad. El agua clorada se había vuelto turbia por la lluvia torrencial. Las ondas violentas empujaban al pequeño hacia el fondo una y otra vez.

Sus bracitos delgados se agitaban con desesperación. Pero la corriente artificial era demasiado fuerte para su cuerpecito frágil. Cada vez que lograba sacar la cabeza, una nueva ola lo volvía a hundir. Sus ojos azules, normalmente brillantes y llenos de vida, ahora mostraban el terror puro de quien sabe que puede morir.

Alguien tiene que hacer algo. Se va a ahogar, gritaba Esperanza Vázquez, la coordinadora social del club, señalando hacia la piscina con manos temblorosas. Estaba elegantemente vestida con un traje sastre be. Pero su rostro pálido contrastaba con su usual compostura perfecta. Alrededor de la piscina se habían reunido al menos 20 miembros del club, todos vestidos con ropas caras y joyas relucientes, pero ninguno se movía.

Se quedaban ahí parados, gritando y señalando, como si sus gritos pudieran sacar al niño del agua. “Llamen a los salvavidas. ¿Dónde están los salvavidas?”, preguntaba histérica Mónica Herrera, una señora de unos 50 años, esposa de un banquero importante. Llevaba un vestido de diseñador que probablemente costaba más que el salario anual de muchas personas, pero en ese momento parecía tan inútil como cualquier trapo.

Sus diamantes brillaban bajo los relámpagos mientras se retorcía las manos sin saber qué hacer. “Los salvavidas se fueron hace una hora por la tormenta”, respondió el mesero del club, un joven nervioso que también observaba la escena sin poder ayudar. El protocolo del club era claro. Cuando había tormentas eléctricas, todo el personal de la piscina debía retirarse por seguridad.

Pero nadie pensó que un niño podría estar en peligro en esos momentos. Diego seguía hundiéndose. Sus fuerzas se agotaban rápidamente. El agua helada por la lluvia le entumecía los músculos pequeños. Ya no gritaba, solo luchaba silenciosamente contra una muerte que parecía inevitable.

Las burbujas de aire escapaban de su boca cada vez que intentaba respirar bajo el agua. Su rostro angelical se veía cada vez más pálido a través del agua turbia. “Alguien que sepa nadar tiene que meterse”, gritó Fernando Castillo, un empresario de la construcción que estaba ahí con su familia, pero él mismo no se movía de su lugar.

Llevaba un polo de marca exclusiva y zapatos de cuero italiano que claramente no quería arruinar. Como la mayoría de los hombres ricos presentes, sabía nadar perfectamente, pero no en una tormenta como esa. Yo no sé nadar bien, es muy peligroso. Se excusaba cada persona a la que miraban buscando ayuda. La lluvia era torrencial y los rayos caían peligrosamente cerca.

El agua de la piscina se había vuelto agitada y traicionera, pero más que el peligro real, lo que los detenía era el miedo a arruinar su ropa cara, a verse ridículos, a mancharse con el agua sucia. Dios mío, el niño ya no se mueve, gritó una mujer joven, esposa de un político local. Diego había dejado de agitar los brazos. Su cuerpecito comenzaba a hundirse lentamente hacia el fondo de la piscina. Los segundos pasaban como horas.

Cada momento que perdían aumentaba las posibilidades de que el niño muriera ahogado frente a todos ellos. La desesperación se apoderó del grupo. Algunos sacaron sus teléfonos para llamar a emergencias, pero sabían que la ambulancia tardaría al menos 15 minutos en llegar y Diego no tenía ni 15 segundos. Otros gritaban instrucciones contradictorias sin sentido.

Había quien proponía lanzar una silla al agua, quien sugería empujar la mesa de vidrio para hacer ruido, pero nadie tenía el valor de meterse a esa piscina traicionera. Fue entonces cuando una figura pequeña apareció corriendo desde el edificio principal del club. Carmen Ruiz, de 25 años, venía del área de servicios cargando su carrito de limpieza.

Llevaba el uniforme azul marino del personal de limpieza, ya empapado por la lluvia. Sus zapatillas blancas baratas chapoteaban en los charcos mientras corría hacia el tumulto. Carmen había escuchado los gritos desde el interior del club, donde estaba limpiando los baños de mármol del área VIP.

Al principio pensó que era alguna celebración o algún problema menor, pero cuando vio a toda esa gente desesperada alrededor de la piscina, entendió inmediatamente lo que estaba pasando. ¿Qué pasó?, preguntó sin aliento, empujando suavemente a las personas elegantes para poder ver.

Cuando sus ojos se posaron en el cuerpecito inmóvil de Diego, hundiéndose en el fondo de la piscina, sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. “¡Hay un niño ahogándose! Alguien tiene que salvarlo”, gritó mirando a los adultos ricos que la rodeaban. “Ustedes pueden nadar mejor que yo. ¿Por qué no se meten? Es muy peligroso. Hay una tormenta eléctrica. Podríamos morir electrocutados.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22Next page

Related Articles

Back to top button