Un padre soltero corrió hacia un tiroteo para salvar a un policía: lo que él y su perro hicieron conmocionó a toda la fuerza policial.
El Valor de un Padre
El estruendo de los disparos resonaba en las calles del centro de Monterrey mientras la gente corría despavorida. En medio del caos, un hombre, inexplicablemente, se lanzó de cabeza hacia la línea de fuego.
Sobre el pavimento manchado de sangre, una oficial de la policía yacía inerte, con una mancha carmesí extendiéndose en su chaleco antibalas. Nadie se atrevía a acercarse, pero él sí. Junto a su fiel Pastor Alemán, se precipitó para arrastrarla a un lugar seguro. Toda la ciudad fue testigo. La corporación entera estaba estupefacta. Un padre, mecánico de oficio, había hecho lo que incluso los oficiales entrenados habían dudado.
Ricardo “Rico” Valdés jamás imaginó que su sábado por la mañana se desarrollaría así.
A sus 36 años, este ex Marino había construido cuidadosamente una vida tranquila en los suburbios de Guadalupe, lejos de la violencia que una vez había definido sus días. Su robusta figura, de un metro ochenta de estatura y una musculatura forjada en años de servicio, se movía con eficiencia habitual en su taller mecánico.
La piel curtida por el sol y el cabello corto y castaño enmarcaban unos ojos que contenían una profunda experiencia: orbes gris-azulados que habían visto demasiado, perdido demasiado. Una cicatriz sutil le recorría el hombro izquierdo, un recuerdo permanente de una misión fallida, aunque esa no era la herida que más le dolía. Habían pasado tres años desde que el cáncer se había llevado a Sara. Tres años desde que había sostenido la mano de su esposa mientras se apagaba en una fría habitación de hospital, su espíritu vibrante finalmente sucumbiendo. Cambió su uniforme por un overol el día que se marchó del servicio; su carrera militar repentinamente sin sentido sin ella a quien volver.
Lo único que importaba ahora era Estrella, su hija de 8 años, con el cabello rubio cenizo de su madre y esos mismos ojos azules impactantes que podían pasar de la risa a la preocupación en un instante. Estrella era su universo. Inteligente para su edad, devoraba cómics y novelas de fantasía con igual entusiasmo, a menudo leyéndole a Rex, su Pastor Alemán de 5 años, como si él entendiera cada palabra. Quizá lo hacía.
Rex había llegado a sus vidas poco después de la muerte de Sara, un cachorro que Ricardo adoptó impulsivamente de un refugio, pensando que Estrella necesitaba algo a quien amar que no la abandonara. Rex creció hasta ser un leal y protector compañero de 30 kilos. Su pelaje negro y café brillaba con salud, y sus ojos inteligentes siempre seguían los movimientos de Estrella.
Su colonia en Guadalupe había cambiado. Antes un refugio de clase trabajadora, se había vuelto inestable. La banda de motociclistas conocida como “Los Buitres de Acero” había expandido su territorio, trayendo narcotráfico y violencia a calles donde antes los niños jugaban libremente. La confianza en la policía se había erosionado tras escándalos que involucraban a oficiales corruptos, dejando a los residentes atrapados entre criminales que gobernaban la noche y una autoridad en la que ya no creían.
La oficial Marcela Beltrán entendía esa desconfianza mejor que nadie. A sus 32 años, había pasado ocho luchando contra el crimen y la corrupción con igual fervor, ganando condecoraciones y enemigos por su negativa a hacerse de la vista gorda. Su rostro angular, enmarcado por cabello castaño oscuro recogido en un moño reglamentario, tenía la expresión decidida de alguien que había elegido el camino difícil. Su actual misión le había consumido seis meses. Los Buitres de Acero ya no solo traficaban drogas; la inteligencia sugería que se habían metido en el tráfico de armas, adquiriendo armamento de grado policial que debería haber sido destruido. Alguien dentro de la corporación les estaba dando información y equipo. Marcela se había ofrecido a ir de encubierta.
La Decisión y la Carrera
La mañana comenzó como cualquier otra para Ricardo y Estrella. Caminaban al mercado sobre ruedas a tres cuadras de distancia. Rex trotando a su lado sin correa; nunca la necesitaba. Estrella hablaba de su último libro, algo sobre dragones y caballeros, mientras Ricardo medio escuchaba, pensando en el trabajo de transmisión que lo esperaba en el taller.
Pasaban junto al viejo estacionamiento en la calle Hidalgo cuando todo cambió. El estallido seco de disparos rompió la calma, seguido de gritos y gente corriendo. Ricardo empujó instintivamente a Estrella detrás de él. Entre el caos, la vio: una oficial de policía, caída en el asfalto, intentando gatear detrás de un auto, mientras el carmesí se extendía en su hombro izquierdo. Dos figuras de negro se movían en las sombras del estacionamiento, con armas en mano.
El arma de servicio de la oficial yacía a unos metros, donde la había soltado, con su mano presionada desesperadamente contra la herida. El entrenamiento militar de Ricardo se activó, su mente calculando ángulos y amenazas. Pero más fuerte que el entrenamiento fue la pequeña mano de Estrella en la suya, su voz temblándole mientras susurraba palabras que lo cambiarían todo.